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Esteros de Camaguán, un paseo por los llanos venezolanos

Recuerdos de mi infancia, el sabor del maíz blanco, el calor de la noche, las picadas de los mosquitos y el sol libre. Todo se mezcla en esta travesía por la inmensidad del llano venezolano.

Texto y fotos: Eduardo Monzón 

El año pasado me dio por volver a leer Doña Bárbara, meses después participé en un conversatorio interesantísimo, donde se habló de la biodiversidad en esta célebre obra de Rómulo Gallegos. Todo se sumó en el deseo de volver al llano de Venezuela, ese que había visitado hace muchos años con mi mamá.

Entonces llegó esa mañana en la que le dimos los buenos días a la carretera, y con el pasar de las horas las montañas se iban convirtiendo en una imagen pequeña en el retrovisor, hasta que no hubo nada en el relieve, solo cielo sobre verde y yo, queriendo sentirme como Santos Luzardo romontando el Arauca sobre un bongo, aunque no íbamos para Apure y tampoco navegando.

Luego del mediodía vimos los Esteros de Camaguán desde la carretera y entramos al pueblo para almorzar cachapas de maíz blanco, tan dulces y tan perfectas. Y ya no hubo otra opción que entregarse al calor del llano de Guárico, ese que te hace sudar, no hubo escapatoria posible para evitar que el agua y la inmensidad rebosaran la mirada cada tanto.

Llegó la noche al llano. Y con ella vinieron el calor insoportable y las ganas de no salir de la ducha, también llegaron los mosquitos para dejar su marca en donde no había ropa.

Pero también llegaron las empanadas de guiso que vende la señora Margarita al final de cada día,  con un perfecto jugo de parchita frío y dulce que sirvió su hija.

Una mañana llena de luz nos llevó a la plaza de Camaguán, con su iglesia siempre cerrada y un mirador sobre la llanura, con el agua dominando y siendo un espejo para todo. Y ahí estaba yo, que nunca había pisado ese lugar, pero me sentía como en casa.

En un momento de la mañana nos paramos al borde de una carreteta para comprar casabe, fue entonces cuando un recuerdo me bañó, como si me hubiesen lanzado un balde de agua. Y el aroma a leña y el humo me llevaron en menos de un segundo al patio del Tío Francisco, en Campo Carabobo, por donde pasaba ratos de mi infancia con mi familia.

Ahí estaba Adriana, haciendo casabe galleta como toda una experta, con una astucia envidiable frente al insoportable calor que sale de la unión del llano y del fuego.

Se hizo de tarde y nos fuimos a Las Caretas, esa bonita posada llanera que trabaja para recibir a los citadinos y mostrarles cómo es la vida en esos predios. Allá buscamos a nuestra guía turística para irnos al paseo protagonista.

Entonces todo se volvió inmensidad desde esa embarcación de metal que nos llevó del río La Portuguesa a los famosos Esteros de Camaguán.

Y comenzamos a ver el espectáculo de la palma llanera sumergida en las aguas que inundan estas hectáreas cuando llegan las lluvias.

Solo había agua, cielo abierto y serenidad.

Y probamos los pequeños y ácidos frutos rojos  de esa mata que vive entre las aguas.

De golpe nos invadía el verde, vivo y fresco, derrochando esplendor.

Y habían tantas palmas llaneras entre el agua que era necesario admirarlas.

Tantas que había que subirse a una para inmortalizar el divertido momento.

Era tanto llano y tanta agua que Linda celebró el sentimiento venezolano, celebró la alegría de haberme llevado a conocer su llanura, esa donde está la historia de su familia y las raíces de su papá al que tanto quiere.

Había tanta agua que nos podíamos detener a ver toninas libres, fue así que mis pensamientos volaron a esos recuerdos felices del Acuario de Valencia, porque allá vi a esas toninas cuando era niño, ahora las podía ver libres en el llano y eso solo podía ser especialmente conmovedor.

Y las vimos jugar largo rato, aunque no pude quedarme con una buena foto de ellas.

 

Hasta pude tomarle una foto a David, que estuvo todo el tiempo con nosotros, con sus ojos iluminados y su picardía.

Nos fuimos del agua a la carretera, mientras se iba el sol y llegaba la noche, con su calor y sus mosquitos. Pero nos esperaba Débora en su casa, su hospitalidad, su alegría y los sabores llaneros en su cocina para nosotros.

Otro día nos brindó la oportunidad de ir hasta Apure, el tiempo era muy corto y no pudimos ir mucho más allá de ese extraño puente que cruza el enorme río marrón.

Pude volver a Apure como cuando era niño, aunque esta vez no vimos sus remotas llanuras, pero sí su plaza, sus calles desordenadas y los colores de su gran iglesia.

Lo que sí volvimos a ver fue ese imponente atardecer desde la plaza de Camaguán, para llevarnos en los ojos ese brillo del agua, ese silencio lejano en la mente. También nos llevamos el sabor del maíz blanco, la textura en el paladar de la mantequilla llanera, el aroma del café por la mañana y el horizonte que se pierde de vista.

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