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Volver a Roraima y bajar volando

Un helicóptero pasó sobre mi casa y mi mente se fue de inmediato a ese momento, cuando aquel aparato volador se lanzó como una montaña rusa desde el tepuy más alto, con nosotros a bordo.

Texto y fotos: Eduardo Monzón

No tengo ninguna duda: Roraima es uno de los viajes más sorprendentes, emocionantes y profundos que se puede hacer en Venezuela. No he estado en otro destino que te invite a conectarte de forma tan real con el lugar que visitas.

Cuando fui por primera vez tuve una de las mejores experiencias que pueda recordar, ese viaje me sacudió la mente y el alma. Sin embargo, no todo fue perfecto en aquel entonces, más de 30 horas de lluvia sin parar me impidieron conocer la cima del tepuy, además llegué a casa algo desconcertado, sintiendo que entendí tardíamente la actitud que se requiere para vivir a plenitud un viaje como ese.

Hubiese querido que alguien me explicara antes que el Roraima es lo más cercano que existe a la magia, que allá hay una energía única, que esa no es una montaña de gritos ni alboroto, es un sitio de silencio, profundo respeto y meditación. Y si no eres capaz de crear una conexión con Roraima, solo fuiste a  tomarte una foto bonita.
Por eso cundo recibí la invitación de Akanan Travel para ir de nuevo a la madre de todas las aguas -así
le dicen al Roraima- sentí que mi oportunidad había llegado, dos años después estaba listo para entrarle a este viaje con la madurez necesaria para vivirlo y disfrutarlo al máximo.
Todo ocurrió muy rápido, en cuestión de pocos días tuve que organizar muchas cosas para estar a primerísima hora de ese lunes en Maiquetía. A eso de las cuatro de la mañana me encontré con José David, que sería nuestro guía, y con Roraima. Sí, Roraima, una caraqueña que por fin iba a conocer el lugar con el que comparte su sombre. 

Volamos a Puerto Ordaz y allá nos encontramos con el resto de los viajeros, una familia valenciana con
la que hicimos buena amistad al instante. Sin perder tiempo agarramos carretera hacia La Gran Sabana, almorzamos cachapa en Tumeremo y poco después de las tres de la tarde la emoción se fue acumulando. 

Terminamos de atravesar la Sierra de Lema y de golpe se abrió ese paisaje  gigantesco que nos dejó sin aliento, tan imponente y conmovedor al mismo tiempo. Piel erizada y ojos aguarapados, entrar de día a La Gran Sabana es una de las mejores sensaciones de viajar en Venezuela. No hay forma de describir tanta
grandeza.
La Gran Sabana

Esa tarde nos instalamos en la posada Kumarakapay Lodge, en San Francisco de Yuruaní. (0426-6936397/0426-2348907).
Son cabañas sencillas, con varias camas y su baño. No hay aire acondicionado, la verdad es que no hace falta, de noche se duerme sabroso. Tienen un restaurante grande donde sirven tremendos desayunos y cenas. La posada la atienden Héctor y Erika, me contaron que están asumiendo la administración, tienen planes de remodelar los cuartos y mejorar varios detalles. Aquí aprendimos que bien o bueno en pemón -la legua de la etnia anfitriona- se dice «wakupe», desde ahí se nos pegó la palabra y
 comenzamos a usarla cuando algo nos gustaba.

Posada Kumarakapay Lodge

 

Los dormitorios

Nuestro día comenzó muy temprano, desayunamos y arrancamos a Paraitepuy, la comunidad indígena donde se inicia la caminata. Desde ese momento comencé a sentir que leía de nuevo ese libro que tanto me había gustado y que ahora podía entender mejor. No quería comparar todo con el viaje anterior porque sabía que este sería completamente distinto. Pero era inevitable recordar, por momentos sentía que aburriría a mis compañeros al contarles algo que iniciaba con la frase “la primera vez que yo vine”.

Una de las humildes viviendas en Paraitepuy

Mi emoción era indescriptible, estaba de nuevo frente al Kukenán y el Roraima, esos dos
tepuyes que se habían fijado con tanta fuerza en mi mente. Desde el principio tuve claro que este viaje era una completa bendición, la palmadita en la espalda que da Dios por tanta insistencia. Así que no paré de agradecer cada vez que pude por esta ahí de nuevo.

Un día nublado

Los tepuyes se vistieron de misterio en ese primer día de recorrido, en el que hay que caminar entre cuatro y cinco horas, hubo nubes y lluvia en buena parte del camino, pero sabíamos que los gigantes solo estaban esperando un poco más para sorprendernos. La poca presencia del sol nos ayudó a que la ruta fuera más ligera. Luego de pasar por las duras subidas iniciales todo se volvió un paseo de contemplación, que hasta en los momentos de lluvia y viento se hacía ameno.

Un porteador camina frente al Kukenán

 

José David, nuestro guía

Llegamos al campamento del río Tek con la emoción de tener el almuerzo esperando por nosotros. El equipo de porteadores de Akanan, integrantes de la etnia pemón, nos demostró desde ese momento su enorme amabilidad y el deseo genuino de servir a los viajeros. Yo estoy acostumbrado a pasar roncha en mis viajes, cargar mi propio peso y cocinar aunque esté molido de cansancio. Por eso era toda una grata novedad para mí  contar con personas  que llevaran mi carpa y la armaran, otras que se encargaran de cocinar, servir y esperarnos cada tarde con té frío y café. Les pagan por eso, pero se nota que
no lo hacen por dinero, su mística los supera.

El campamento del Tek tiene dos cosas que lo hacen sumamente especial. La primera es el río, en el que te bañas al llegar y restauras los músculos luego de esa primera jornada con tantas horas a pie. Hay una cascadita en la que puedes sentarte para recibir masajes del agua helada en la espalda.
Río Tek

Lo segundo -y lo que más me gusta a mí- es la vista apoteósica que se tiene en este lugar del tepuy Kukenán. Ese es, probablemente, uno de mis paisajes favoritos, me quedo corto en palabras para describirlo, yo digo que el Kukenán es el tepuy seductor, nuestro guía dice que es el más fotogénico. Lo cierto es que tiene una gracia increíble, magnética, que se disfruta de manera privilegiada en ese campamento, así que cuando vayan hagan lo posible por dedicar el mayor tiempo que puedan  para admirarlo.

La emoción de despertar frente al Kukenán

 

El tepuy seductor

Luego del desayuno inició el segundo día de caminata, atravesamos el río, subimos una colina y, luego de esa miradera que le teníamos al Kukenán, el Roraima tal vez se puso celoso, por eso se nos vino encima, despejado, gigantesco y avasallante, sin dejar dudas de su imponencia. Desde ese momento no pudimos dejar de mirarlo, ni las nubes lograron impedirlo. Nos cargamos de esa energía para avanzar, porque nos esperaba el tramo más duro de todo el trayecto.

Roraima apoteósico

Al poco tiempo nos tocaba atravesar el río Kukenán, que es más grande y caudaloso
que el anterior. Ya veníamos azotados por el sol, así que no dudamos en pasar los bolsos al otro extremo y darnos un chapuzón, con ropa y todo.

Río Kukenán

 

Atravesar el río por las piedras

Seguimos caminando, con mucho calor, bebíamos agua y comíamos frutos secos, pero el camino se hacía largo, tedioso, con subidas que se nos comenzaban a volver interminables. No recordaba que este día fuera tan agotador, pero lo fue. Y mucho. Me reconfortaba mirando los detalles del Roraima, que se veía tan cercano y nítido ante mis ojos.

Cerca de Campamento Base

 

La enorme pared

Se suponía que serían cinco horas, pero nosotros tardamos siete en llegar al Campamento Base. Como si se tratara de una escena en medio del desierto, un oasis nos recibió: el equipo de Akanan había dispuesto un toldo, sillas plegables y una jarra enorme de té con limón bien frío. Eso fue la gloria, la mayor
recompensa. Luego vino el almuerzo.

El resto de la tarde se nos fue en comprobar (en mi caso nuevamente) que el agua del pozo en Campamento Base es la más fría de todo el viaje. También lavamos ropa y nos pusimos Dencorub en medio cuerpo. Nos fuimos a dormir temprano, híper cómodos en nuestras carpas naranja con aislantes inflables y cálidas bolsas de dormir que Akanan llevó para nosotros.
El amanecer del tercer día fue maravilloso, salí temprano de mi carpa y me senté a rezar y meditar, a intentar entender mi inmensa fortuna por haber despertado en ese lugar. Vi cuando la luz del sol fue chocando con el Kukenán, había silencio y mucha paz. Era grandioso sentir que estaba a solo horas de volver a la cima del Roraima.
Amanecer con vista al Kukenán

Ese día salimos a caminar llenos de una felicidad generalizada, tal vez era una premonición, o la certeza de que el tepuy nos estaba dando la bienvenida. Iniciamos el ascenso por un bosque denso y exuberante, donde comenzaron a aparecer elementos llamativos en la vegetación. Flores muy pequeñas, musgo que
parecía sacado del fondo del mar y plantas endémicas como la Stegolepis guianensis, verla es sinónimo de Roraima, la señal inequívoca de que te acercas al mundo perdido.

Detalles sorprendentes del camino

 

Stegolepis Guianensis

Luego de un par de horas llega un momento muy especial y emotivo, el encuentro “de tú a tú” con la pared del Roraima, esa que hemos venido observando a la distancia. Aquí es donde cobra sentido la
conexión con el tepuy, tocarlo, abrazarlo y pedirle permiso para que te deje subir a su cima. Yo lo hice emocionado y con los ojos aguarapados.

La pared

Después emprendimos la subida final por la enorme rampa natural que se extiende por la pared del tepuy. La vista de la sabana infinita nos alegraba la marcha y el tiempo se nos hizo corto. Llegamos al Paso de las lágrimas, un momento clave en el que se camina bajo una caída de agua que te baña como lluvia mientras pisas muchísimas piedras desordenadas, es alucinante, empinado y sorprendente, todo a
la vez.

El paso de las lágrimas

 

Así luce hacia arriba 

Nuevamente llegué solo a la cima, no tenía tanta ansiedad como la primera vez, tampoco lloré desesperado de emoción. Celebré en silencio, di gracias a Dios y a la vida por regalarme otra vez ese momento tan perfecto. Desde ese instante sentí un respeto profundo por Roraima, casi que no quería ni pisar, no quería que nada ni nadie hiciera ruido. Estaba de nuevo en los orígenes del planeta y solo
deseaba que mi presencia no se notara en ese hogar de millones de años.

De nuevo en la cima

Cuando todos llegaron disfrutamos del almuerzo y fuimos a asomarnos a la inmensidad de
nuestro recorrido, a celebrar con los ojos nuestra meta del día. Abrir los brazos en el Roraima se vuelve casi una necesidad, tal vez sea una respuesta natural, un intento de conectarnos físicamente con la grandeza.

¡Llegamos!

 

Isa intentando abrazar la sabana

Ya estábamos en nuestro destino, era temporada baja, habían muy pocas personas y no llovía ¿podía ser más perfecto mi regreso al Roraima? No lo creo.  Caminamos hasta nuestro hotel -así le llaman
a las cuevas en donde se instalan las carpas para dormir- y en el camino disfrutamos de las peculiaridades típicas del lugar. Primero vimos a la célebre ranita negra que solo vive allá, es mínima. Luego apareció la Drosera roraimae,  la planta carnívora del Roraima. Le dicen así de forma representativa, porque realmente come insectos, los atrapa con diminutas gotas de una especie de gel
que tiene y luego se cierra para alimentarse de su presa.

La ranita endémica

 

La planta «carnivora»

Esa tarde nos refrescamos en un pequeño pozo y nos dedicamos a descansar. Durante la noche hubo lluvia, pero el día siguiente amaneció radiante. Era tal vez el momento que más había esperado, me iba a sacar la espinita de conocer mejor la cima.

Salimos a caminar y pasamos primero por  el Valle de los cristales, o lo que queda de él, nuestro guía nos explicó que las formaciones rocosas del Roraima están llenas de cuarzo, con el lento paso del
tiempo, el agua y el viento desgastan  las piedras y los cristales quedan libres, por eso hay tantos. Los más grandes se los llevaron hace mucho tiempo. Luego atravesamos el Campo de golf, un enorme espacio con arena, es rarísimo. Las paredes de piedra son impresionantes a cada paso.
Valle de los cristales

 

La obra de la erosión

Nos dijeron que era buena hora para ir a La Ventana, porque el día estaba despajado. En el camino vimos muchos riachuelos, insólitas formaciones de piedra creadas por la erosión y una laguna impresionante, muy misteriosa.

Laguna  en la cima

El asombro alcanzó  su máximo nivel cuando llegamos a La Ventana y vimos esa enorme brecha abarrotada de nubes, al otro lado estaba el Kukenán con su misterio y esa gran caída de agua. Desde ahí podíamos apreciar lo increíblemente alto que es el Roraima, fue insólito, abrumador, tal vez es el paisaje más inmenso que he visto desde que viajo.

El Kukenán de fondo

 

La sabana infinita

Este lugar superó todos los límites y nos dejó sin aliento, uno de mis momentos favoritos del viaje fue cuando me asomé a esa inmensidad, no había miedo, solo emoción y asombro. Aunque alguien sintiera un poco de temor, todos nos fuimos acercando al extremo de la enorme piedra para inmortalizar el épico
acontecimiento.

Asomado a la nada

No nos habíamos recuperado de la impresión cuando se volvió a rebosar el asombro en El Abismo, desde donde se puede observar la parte posterior del Roraima,  hacia donde queda La Proa, y una enorme caída de agua que se dejó admirar entre nubes pasajeras. Era como mucho espectáculo para tan corto tiempo.

El Abismo

El Roraima fue tan generoso con nosotros que hasta se sacudió las nubes por un rato para que el sol nos acompañara al bañarnos en los jacuzzis, uno de los íconos del lugar, parecen el propio edén pero en otro planeta. Lucían impecables, con sus colores intensos y su fondo de cuarzos. El agua estaba
igual de fría que siempre, pero podíamos salir a calentarnos con el sol, que parecía de playa. Fue un privilegio disfrutarlos con esa luz que nos cubrió todo ese rato.

Los jacuzzis 

Volvimos al campamento para almorzar y descansar un rato, luego nos preparamos para
subir al Maverick, el punto más alto del Roraima. Lleva ese nombre porque tiene la forma de un automóvil si se observa desde la distancia, de hecho se ve claramente en los días de caminata para llegar, parece tan diminuto que sorprende notar lo gigante que es cuando te posas sobre él. Hay una subida
corta pero intensa, cuando llegamos arriba nos cubrió la niebla, pero por ratos se despejaba para dejarnos contemplar el paisaje. Nos rondaba una tranquilidad insólita, que se confundía con el frío viento que nos golpeaba.

La vista desde El Maverick

 

La cima vista desde Maverick

Ese día se terminó rebosando satisfacción, cenamos una pasta tan sabrosa que fue la mejor manera de celebrar la magia que nos acompañó en ese recorrido tan memorable. Nos fuimos a dormir sabiendo que teníamos que despertar muy temprano, la mañana siguiente llegaba lo que todos esperábamos con tanta
emoción. No íbamos a bajar caminando del Roraima ¡lo haríamos en helicóptero! 

Yo sabía muy bien el esfuerzo físico y los dolores  que nos ahorraríamos, si estar sobre el tepuy era una locura, volar sobre él era el extremo más insólito de lo increíble.

Vimos cuando la luz del amanecer se fue trepando sobre Roraima mientras caminábamos a Campo de golf, ahí esperaríamos que vinieran por nosotros. Pasamos cerca de una hora, en calma y silencio, dispersos, creo que cada uno meditaba sobre las intensas emociones que habíamos vivido. La tranquilidad se quebró cuando comenzamos a escuchar el ruido de las hélices, el clímax de la euforia llegó cuando vimos al helicóptero volando sobre nosotros para luego aterrizar a pocos
metros. Era como para saltar de emoción.

El helicóptero en Campo de golf

Todo fue rápido, parecía que estábamos en una operación de rescate, primero se bajaron los japoneses que estaban llegando, nos saludamos entre risas  y caras de asombro, había mucho ruido. Luego
corrimos nosotros, yo quedé entre el primer grupo del traslado. Íbamos a volar en pocos minutos lo que nos tomó tres días de caminata, jamás me había montado en un aparato de estos y me estada disfrutando cada segundo. Cuando pidieron que alguien se pasara para la parte de adelante del helicóptero, no lo pensé dos veces y fui corriendo a montarme por la derecha, hasta que el piloto me
dijo que ese era su puesto. Eso nos soltó una carcajada a todos.

Cinturón abrochado, audífonos puestos, celular y cámara en mano. El ruido se hace más fuerte,
nos comenzamos a elevar, el suelo se ve lejano. Logro ver el Maverick, luego el Kukenán. Nos acercamos al borde de Roraima, pienso que seguiremos volando al mismo nivel, pero no. El helicóptero se va como en caída libre frente a la pared del tepuy. Suelto un “guuuaaaaooooooo”, vacío en el estómago, presión en los oídos y paisaje impresionante. Se estabiliza el vuelo, el amanecer nos acompaña por un lado, por el otro lo hacen el Kukenán y las nubes. Pasamos sobre sabana y bosques, el asombro es constante.

Volando sobre Roraima


Sobre la sabana

Luego de varios giros inesperados descendemos en Paraitepuy, nos bajamos, celebramos y dimos las gracias al piloto, nos cruzamos con más japoneses que abordan y el helicóptero emprende su retorno. Vemos a Roraima lejano, despejado, con su paisaje tan impecable. Siento emoción y nostalgia. A los minutos llegan el resto de nuestros compañeros, el helicóptero los deja y vuelve a elevarse, pero
para retornar a Santa Elena de Uairén. Vuela sobre nosotros y nos despedimos como en la escena final de una película.

Nos montamos en los vehículos que nos llevarían de vuelta a San Francisco de Yuruaní, me marché con los ojos abarrotados de grandeza, con el Roraima y el Kukenán clavados en el alma para siempre.

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