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Sí, disfruté de la obra de Gaudí, profesora…

Los principios de año son el momento por excelencia de los propósitos. Como si ese cambio de número en las fechas nos fuera a transformar mágicamente en otras personas. Al fin y al cabo es la época de la “magia navideña”, ¿no? Nosotros, más bien yo, no nos librábamos de “caer” en esa costumbre. El blog se convertía en el recipiente, en los últimos días del año, de esos propósitos, en este caso viajeros, que para eso Salta Conmigo es un blog de viajes. Como estos de 2015 o estos de 2017.

Uso el verbo “caer”, como si fuera negativo, pero tener propósitos siempre está bien, en cualquier época del año. Si sirve para cumplir al menos uno, pues bienvenidos sean los propósitos. Eso sí, hace mucho que no los hay en Salta Conmigo. Y tenemos que decir que lo que ha venido ha sido aún mejor de lo que nos proponíamos. Este año tampoco va a haber, aunque sí una reflexión. O ni siquiera eso. Una pequeña y banal historia, que podría ser una historia de Navidad. Sin moraleja, o sí, pero no la voy a explicitar ni voy a convertir la historia en un propósito que sería fácil de extraer de ella pero complicado de cumplir…

Una premisa. Para mí esta época del año es, como para muchos que viven lejos de su familia, la de “volver a casa por Navidad”, que en Italia también hay turrones, aunque no sean de El Almendro –además de helados y otras comilonas que llenan nuestras tripas–. Ese viaje hasta mi pueblo italiano –para mí siempre será pueblo, aunque tenga más de 40.0000 habitantes y sea una de las ciudades más grandes de mi región– se convierte, así, también en un viaje en el tiempo, por manida que sea la expresión. Lo es cada vez que entro en la habitación de la casa de mis padres, que ha quedado igualita que cuando me marché primero a la universidad en el año 2000 y luego definitivamente para irme a vivir a España allá por 2004.

Estas Navidades, ya sin mis padres desde hace unas cuantas, ha llegado el momento de vaciarla. Lo de tener espacio es malísimo. La cantidad de cosas que había, y sigue habiendo, por allí –en toda la casa en general, pero en mi antigua habitación en particular– es de escándalo. Entre ellas, los papeles. Antiguas cartas –me carteaba, escribiendo con mis manitas, con un noviete irlandés–, postales, billetes que acompañaban regalos de cumpleaños, unas tarjetas de embarque que darían miedo a cualquiera que haya nacido en este siglo y… apuntes de la universidad.

Uno podría pensar que estos últimos, los apuntes de la universidad, serían los que menos importancia tendrían a la hora de inspirar un íntimo y conmovedor –me he venido arriba– viaje al pasado. Pues… ¡error!

Uno de los semestres de mi carrera –cuatro meses, en realidad– lo pasé en EEUU, en la Marquette University de la fría –y no lo digo de manera figurada, que en diciembre llegaba a -10ºC, por suerte no estuve en enero y febrero…– Milwaukee, en Wisconsin. Allí, junto al lago Michigan, donde los estudiantes americanos paseaban con su sudadera de la universidad –esa la sigo teniendo yo– y chanclas –consiguiendo inexplicablemente no convertir los dedos de sus pies en los de los pitufos– pasé una de las épocas más memorables de mi vida.

Siempre recuerdo a los compañeros de todo el mundo que conocí allí, algunos de ellos siguen siendo amigos, en la distancia. Pero este particular viaje al pasado que hice montada en los apuntes de la universidad cual Aladina me llevó al “reencuentro” con una de mis profesoras. Eufemia Sánchez de la Calle. La única de la que recordaba el nombre sin tener que leerlo. ¿Un nombre español? Sí. Y es que era de Cáceres.

Además de los cuatro cursos de marketing que necesitaba para los créditos de mi carrera, decidí dar uno de castellano. El siguiente semestre me iría a España a trabajar de becaria –también para los créditos de la carrera– y, aunque ya llevaba dos años estudiando el idioma en la universidad, pensé que me vendría bien. Spoiler alert, ese viaje me cambiaría la vida. Y los primeros meses fueron más fáciles gracias a ella, quien me ayudó a encontrar casa allí.

Repasando los apuntes y las correcciones de la profesora, recordé lo majísima que era. En cada corrección de las redacciones que hacíamos como tarea, además de los apuntes de gramática, añadía algún comentario. En una en la que describía a mi padre, por ejemplo, decía que estaría orgullosísimo de ver cómo su hija escribía sobre él en un castellano tan bueno. Y en el trabajo final del curso, sobre Gaudí, escribió que esperaba que en el siguiente semestre, en España, pudiera conocer su obra y disfrutarla mucho.

Encontré su dirección de correo de la universidad con la intención de escribirle un mail. Quería contarle que no solo había disfrutado de la obra de Gaudí, sino que había escrito sobre ella en el blog, que llevaba más de veinte años viviendo en España y que ahora me ganaba la vida escribiendo en ese idioma que ella había contribuido a que aprendiese…

Iba a hacerlo. Pero primero fui a buscar si seguía en la universidad. Si no, ya no leería su correo de Marquette. Al buscar su nombre, encontré esta noticia. Esa profesora, esa cacereña tan encantadora, se había mudado de Milwaukee a Madrid el mismo año en que lo hice yo, en 2004. Después de 14 años enseñando en Milwaukee, se había convertido en directora del programa de intercambio de Marquette en España. Hasta 2012… cuando murió, en Madrid, en un accidente de coche. Con 57 años.

En el artículo dicen que era la «madre» en España de muchos estudiantes. Que era conocida como Femy. Que la noticia de su muerte fue un shock para todos. Y yo, viviendo, como quien dice, a su lado durante 9 años, me he enterado de su muerte ahora, doce años después.

Profesora, sí disfruté de la obra de Gaudí. Publiqué varios artículos sobre ella aquí en el blog. Me dedico a escribir en castellano. Pero usted nunca lo sabrá. Nunca le enseñé ese relato a mi padre. Y mi madre nunca llegó a ver que esa elección de dejarlo todo para dedicarme a esto no era tan loca. Aprendí castellano, pero me queda mucho por aprender…

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