Lugares increíbles que ver en un viaje a Venezuela
No recuerdo el momento exacto en que Venezuela se sumergió en mis pensamientos porque debió ser hace mucho tiempo. Tal vez fue a través de alguna de las muchas imágenes impactantes del Salto Ángel derramando sus aguas en un tepuy, o el rumor del río Orinoco deslizándose entre raíces y leyendas bajo la música de Enya. De lo que estoy convencido es que Venezuela era capaz de seducirme con una mezcla indescriptible de naturaleza desbordada, contrastes feroces y prolongadas promesas de aventura. Sólo faltaba ponerle fecha. Así que me embarqué en uno de esos viajes que superó por completo las elevadas expectativas que traía conmigo. Pero no una, sino cuatro veces dentro del mismo viaje, ya que utilizamos Caracas como nuestra base de operaciones, punto de partida y regreso aéreo constante, mientras desde allí nos lanzábamos a explorar con la mirada muy abierta y la cámara siempre preparada cuatro rincones que pueden insinuar la magnitud salvaje de un país con una naturaleza fascinante: Los Llanos del Apure, el Parque Nacional Canaima, el Delta del Orinoco y la Sierra de Galipán. Además, por este orden.
Cada destino que pudimos ver en este viaje a Venezuela fue una sacudida. Cada etapa, una transición entre mundos diversos que parecían no tener relación entre sí salvo por un idioma compartido y la omnipresente certeza de estar en un territorio rebosante de vida salvaje. Se trató de una primera vez, aunque a sabiendas de inevitables regresos. Un viaje con los pies en el barro, la cara al viento y los ojos bien abiertos. Porque a Venezuela no debe mirársele únicamente de lejos: se vive, se atraviesa y, por supuesto, se siente sin aguardar a que sean otros quienes nos lo cuenten.
Venezuela en cuatro actos: Escenarios de un viaje con alma salvaje
¿Qué ver en Venezuela cuando se va por primera vez? Esa es la pregunta que uno se plantea con un mapa y una hoja en blanco por delante. Siempre resulta complicado decidirse, ajustar bien los tiempos y pretender abarcar ese acumulado de sueños por cumplir. Pero, en este caso, creí conviene no sólo abarcar sino, más bien, escoger de manera certera tres o cuatro áreas concretas, sabiendo además que los destinos elegidos no estaban conectados entre sí salvo por un lugar común, el Aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar. Allí llegan todos los vuelos Madrid Caracas y sería desde donde poder ir pegando saltos a las distintas regiones que se fueron incluyendo en un itinerario al que hubo que darle mil vueltas hasta hacerlo definitivo. De ese modo, tras nuestra llegada al país desde Madrid con Air Europa, fuimos primero a Los Llanos del Apure para disfrutar desde un hato o hacienda típica ganadera de los esplendorosos humedales. Segundo, el Parque Nacional Canaima con los tepuyes y el Salto Ángel como protagonistas de una gran aventura. Tercero, deslizarnos en curiara por los brazos infinitos del Delta del Orinoco y, finalmente, quedarnos en el estado de La Guaira, junto a Caracas, para introducirnos en los frondosos bosques de la Sierra de Galipán y la ladera norte del Cerro El Ávila.
Un viaje a Venezuela contado en cuatro actos o escenarios increíbles.
Los Llanos del Apure (1º acto)
El primer golpe de realidad llegó en forma de horizontes infinitos y la silueta de las aves más variopintas. Tras aterrizar en el aeropuerto de Barinas procedentes de Caracas, necesitamos alrededor de tres horas para internarnos en el Estado Apure y vivir plenamente eso a lo que se conoce como Los Llanos. ¿Cómo lo haríamos? Nos hospedamos en Hato Garza, una finca llanera tradicional donde la vida se movía al ritmo del ganado, del sol y de los caprichos y crecidas del agua. Y de Sorelia, nuestra anfitriona, quien puso a nuestra disposición lanchas, caballos y hasta tractores para internarnos en unos dominios que se miden por miles de hectáreas. Aquí aprendí junto a mis compañeros de viaje que el llano no se recorre sin más, se escucha. Porque hay que afinar el oído para distinguir el caminar de los búfalos, el galope de los caballos criollos, el canto de las aves o el chasquido de los chigüires (capibaras) al salir del agua en cuanto se dan cuenta de que alguien anda cerca. O de las canciones donde los llanitos rasgan su garganta entre acordes impredecibles para narrar historias de amor a una tierra de la que se sienten profundamente orgullosos.
Por momentos creíamos estar en una versión tropical de la sabana africana pero con caimanes tomando el sol junto a garzas, anacondas pululando entre charcos y pastizales, ibis escarlata coloreando cielos imposibles, en caminar errante de los paujiles o el inescrutable vuelo del Garzón soldado marcando su ritmo a base de majestuosidad. La naturaleza manda y uno simplemente aprende a convivir con ella. Amaneceres teñidos de naranja, atardeceres sin interrupciones, cielos abiertos como páginas en blanco y la mayor colección de aves silvestres que había tenido la ocasión de ver en toda mi vida (se calcula que en torno a 200 especies habitan o se dejan ver en Los Llanos, lo que lo convierte en un destino ornitológico de primer nivel).
Aislados, sin cobertura (ni ganas de tenerla). Una desconexión necesaria que nos permitió conectar de pleno con la Venezuela de la naturaleza en llano y con las tradiciones populares de gentes amables para quienes la hospitalidad no viene impostada sino que forma parte de ellos.
Parque Nacional Canaima: Su Majestad el Salto Ángel (2º acto)
Sería injusto si no dijese que estábamos en Venezuela por el Salto Ángel. Absolutamente convencidos de que disfrutaríamos de pleno de uno de los grandes fenómenos de la naturaleza mundial en un puzzle creado a base de selvas tupidas, ríos colorados o colosales tepuyes testigos durante miles de millones de años de la vida de nuestro planeta. Y ese kilómetro de cortinas arcoiris producidas por el mayor salto de agua jamás visto. Porque aquello que desciende del Auyantepuy no es tan sólo una cascada sino el emblema de la vida salvaje y genuina de un país tan extraordinario como Venezuela.
Pero todo lo que había imaginado se quedó corto al navegar en curiara, una canoa tradicional, rumbo al Salto Ángel. Avanzamos durante horas por los ríos Carrao y Churun, entre aguas color caramelo, bajo túneles de vegetación y con la humedad y la niebla pegada a la piel. Con los inmensos tepuyes asomándose en un escenario glorioso como es el Parque Nacional Canaima.
Y entonces apareció. Majestuosa. Indiferente a nuestras emociones. La cascada más alta del mundo no grita: susurra y se desliza. Se deshace en el aire hasta tocar la base con una suavidad desconcertante. Luego, como si no fuera suficiente, echamos a andar para poderla contemplar mucho más cerca, esperando con ilusión que las neblinas que, en un principio, la cubrían, despejaran la imagen. Como así sucedió, dejando ver a aquel ángel gigantesco desenvolver sus alas al frente de nosotros. Una exhibición imposible de describir si no se tiene delante porque hay revelaciones que no se explican, se viven.
Un día más tarde volvimos a ver a aquel ser vivo inmenso gobernando el paisaje. Pero no en canoa sino en un apasionante vuelo en avioneta que combinamos con las aguas de las cuevas de Kavac, otro de esos rincones del mundo que parecen quedarse mudos dentro de los mapas. Una tormenta nos alcanzó en el aire pero, por arte de magia, aquel preocupante runrún de nubes, truenos y lluvia se esfumaron cuando sobrevolamos el Auyantepuy antes de situarnos justo encima del gran Salto Ángel y admirar aquella cascada que no de desparrama sin más sino que levita con suavidad rozando el suelo con elegancia. Pura poesía.
NOTA: Si quieres leer la crónica de nuestra aventura en Canaima para ir a ver el Salto Ángel, no te pierdas este artículo.
Delta del Orinoco: La raíz líquida de Venezuela (3º acto)
Durante su último trayecto, el Orinoco deja de ser un río para transformarse en una inmensa red, un sistema nervioso capaz de conectar el alma de todo un país con sus orígenes más profundos. Los indios waraos, seres adheridos a la figura de la palma de moriche y a sus curiaras flotantes, se deslizan en silencio en este universo líquido donde el tiempo se mide en mareas y el espacio se multiplica en la frondosidad y el arraigo de manglares capaces de dulcificar un laberinto de raíces emergentes. La vida entre palafitos y canales alcanza color y sonoridad con el regreso al dormidero de los loros, los picos iris de los tucanes y las mejillas azuladas de un ruidoso hoatzin.
Aislados en un reino palafítico, dormíamos al ritmo que imponía la selva, acunados por una sinfonía hipnótica. Cada rincón por explorar del delta, nos mostraba cómo la humanidad y la naturaleza aún son capaces de convivir sin destruirse mutuamente.
La Sierra de Galipán, un balcón vegetal sobre Caracas (4º acto)
Y cuando creíamos haber superado las más altas cotas de un viaje mayúsculo, vino Galipán a cambiarnos el eje para dejarnos claro que hay mil viajes a Venezuela posibles y mil Venezuelas a las que viajar. En esta sierra verde, parte del Parque Nacional El Ávila (hoy Waraira Repano), se encarama sobre el tráfico de Caracas como un guardián vegetal. Subimos desde la capital en un 4×4 traqueteante, ascendiendo entre pendientes, curvas y nubes hasta alcanzar los pueblos floridos que salpican la montaña donde la ciudad sólo se la intuye pero apenas se deja sentir en este inesperado pero efectivo paréntesis.
El contraste no podía ser mayor. Del bochorno caraqueño pasamos a un microclima fresco y a acariciar las fragancias vegetales con vistas al Caribe por un lado y al valle urbano por el otro. Allí, entre flores, cacao y senderos silenciosos, logramos percibir una Venezuela más íntima donde vivir el fin de fiesta. Sin saberlo Galipán se convirtió en el lugar perfecto para digerir lo vivido y respirar bien profundo con un equipo magnífico de viajeros y viajeras a las que, estoy convencido, no se les quitará jamás Venezuela de la cabeza.
Anacondas y paujiles, caimanes y capibaras, ceibas y manglares, chocolate y hallacas. Un país de contrastes extremos y belleza radical. A veces desbordante, a veces vulnerable. Pero siempre, siempre auténtico.
Sele
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